La condena de cuatro líderes del grupo ultraderechista Proud Boys por cargos de sedición junto con una serie de otros delitos graves está siendo aclamada en los medios de comunicación como un capítulo decisivo y final en los procesamientos que siguieron al ataque del 6 de enero de 2021 al Capitolio de los Estados Unidos. Otros dos miembros del grupo fueron condenados por cargos menores de conspiración sediciosa. Entre los culpables se encontraba el jefe de la organización, Enrique Tarrio.
Los Proud Boys se fundaron en el 2016 y rápidamente saltaron a la fama a raíz de la ascensión política de Donald Trump. Se distinguieron por sus demostraciones desenfrenadas de violencia dirigidas contra manifestantes de izquierda, junto con su declarada ideología supremacista blanca y machista. Sin embargo, no se convirtieron en un movimiento de masas por derecho propio, y siguieron siendo relevantes en gran parte debido a la atención que les prestaron las figuras y comentaristas políticos de la clase dominante.
Cuando los fiscales presentaron su caso en la corte, quedó claro que los Proud Boys eran un blanco fácil para el gobierno por la estupidez y fanfarronería del grupo. Antes, durante y después del ataque, tanto en público como en privado, los miembros de los Proud Boys se jactaron de sus hazañas y casi admitieron por escrito haber cometido una variedad de delitos.
El ataque del 6 de enero dispersó temporalmente al Congreso, forzando a algunas de las personas más poderosas del planeta a huir despavoridas y humillando en la escena mundial a una superpotencia que siempre se ha jactado de la superioridad de su proceso democrático. Es risible pensar que un grupo de unos 100 miembros de los Proud Boys fueron los principales culpables de lo que ocurrió ese día, incluso si se les unieron miembros de los Oath Keepers y otros grupos fascistas.
Según esta narrativa mediática, que entró en apogeo después de las condenas de ayer, la policía es la heroína de los ataques del 6 de enero. Esta versión higienizada de la historia, adoptada por los políticos de los partidos Demócrata y Republicano, presenta a los policías principalmente como víctimas de la violencia de la turba que lucharon a pesar de ser superados por mucho en número. Esta narrativa está diseñada para proteger del escrutinio a aquellos en posiciones influyentes en el estado sobre sus propios roles en el ataque.
Las agencias policiales en Washington, D. C., rutinariamente recopilan información sobre las principales manifestaciones que toman lugar en el distrito, especialmente aquellas que son tan significativas como la acción convocada por el entonces presidente Trump para el 6 de enero. Los participantes se jactaron abiertamente de su intención de llevar a cabo actos de violencia en los días previos a la protesta: ¿por qué la presencia policial fuera del Capitolio era tan pequeña y estaba tan poco equipada? ¿por qué los empleados que se escondieron en la oficina de la representante de Massachusetts Ayanna Pressley descubrieron que los botones de pánico que se habían instalado fueron arrancados misteriosamente? ¿cuál es la historia detrás de los “recorridos de reconocimiento” que los miembros derechistas del Congreso fueron vistos dando a los miembros de la turba en los días previos al asalto?
Cuando el Capitolio fue asaltado, el Departamento de Defensa fue dirigido por el Secretario interino Christopher Miller, cuya autorización fue requerida para que las tropas de la Guardia Nacional fueran desplegadas en la escena. Las repetidas solicitudes de esta autorización fueron ignoradas a medida que la situación en el Capitolio se intensificaba. Miller, que solo había asumido su cargo a finales de noviembre, era una figura poco probable para dirigir el Pentágono: había sido un coronel de las fuerzas especiales que, por alguna razón, Trump sacó de la oscuridad para asumir uno de los roles militares más poderosos del planeta.
Y el propio Trump es un gran beneficiario de la estrategia legal y política que busca convertir a lo que son esencialmente meros peones como los Proud Boys en los autores intelectuales de los eventos del 6 de enero. Trump es quien convocó a sus partidarios a Washington, D. C. para una acción “salvaje” con el objetivo explícito de anular las elecciones del 2020. Y él es quien usó el ataque de la turba como palanca política, llamando al republicano de la Cámara de Representantes Kevin McCarthy en medio de los disturbios para instarlo a evitar la certificación del resultado de las elecciones y comentando: “Bueno, Kevin, supongo que estas personas están más molestas por las elecciones que tú”.
Una herramienta importante para combatir la amenaza de ultraderecha sería una investigación completa sobre los históricos ataques del 6 de enero, una que no perdone a nadie, sin importar cuán poderoso y de alto rango sea. Pero esto parece estar más allá del alcance de lo que el llamado sistema de justicia de este país es capaz de ofrecer.