El 16 de noviembre, la NASA lanzó la primera misión del Programa Artemis, el que busca el regreso de seres humanos a la superficie de la luna en esta década. Con un presupuesto excesivo y luego de una larga espera, Artemis es un simulacro que involucra probar el nuevo cohete Space Launch System (SLS) y la cápsula Orión, los que llevarán a astronautas a la órbita lunar en Artemis II y a la superficie lunar en Artemis III. El programa no es simplemente científico, como lo presenta la NASA, sino también la base de una inmensa transferencia de riqueza a contratistas militares, sentando un precedente para el derecho espacial internacional y la apertura de un nuevo frente en la nueva Guerra Fría que Washington prepara contra China y Rusia.
El cohete que sólo un contratista militar podría amar
Un solo lanzamiento del cohete SLS cuesta más de 4.000 millones de dólares, a pesar de la estimación original de 500 millones de dólares por cada lanzamiento. El costo total estimado de Artemis es de 93.000 millones de dólares. Gran parte de esta suma ha pasado a manos de contratistas militares como Boeing y Bechtel a través de un proceso laberíntico de acuerdos tras bastidores en el Congreso y legislación a nivel local. A medida que el costo ha ido aumentando, la fecha de lanzamiento se ha retrasado en varias ocasiones. La primera fecha anunciada de lanzamiento fue en diciembre del 2017. Luego, esta se cambió a julio del 2018,ñ y después a noviembre del mismo año, junio del 2020, junio del 2021 y así. En el 2022, el lanzamiento estaba previsto para el 29 de agosto cuando un problema con el motor obligara a cancelarlo. Finalmente, el 16 de noviembre, el cohete despegó con éxito.
El desarrollo del SLS ha sido ampliamente criticado por científicos e ingenieros, quienes lo consideran una inversión terrible. Los costos exorbitantes y los sucesivos retrasos han “creado un cohete que sólo un contratista militar podría armar”. Desde el punto de vista de la industria aeroespacial, ha sido el fondo de maniobra perfecto junto al presupuesto militar de 1 trillón de dólares. Estos problemas son evidentemente responsabilidad de la corrupción legal y el complejo industrial-militar que están al centro del sistema estadounidense. Frente a ello, muchas y muchos científicos, ingenieros y observadores casuales se han volcado contra la exploración espacial dirigida por el Estado y a favor del sector privado.
Elon Musk y Jeff Bezos, cuyas empresas, SpaceX y Blue Origin respectivamente, llevan años enfrentándose a los tribunales por los contratos de Artemis. Ellos son los hombres que están mejor posicionados para lucrar con la privatización del espacio. Con costos más bajos y tecnologías novedosas como los cohetes reutilizables, SpaceX se está posicionando para ser el primero en llegar a la luna y más allá. SpaceX también tiene amplios vínculos con el Pentágono y ha firmado contratos para proporcionar diversos servicios al ejército estadounidense con base en el espacio, incluyendo el uso de cohetes para el despliegue de “fuerzas de reacción rápida” en cualquier punto del planeta en cuestión de horas. Recientemente, se volvió noticia por proveer infraestructura de comunicaciones al ejército ucraniano. El giro hacia las “soluciones privadas de lanzamiento” significa simplemente el paso hacia una nueva generación de contratistas militares.
Derecho internacional
Los Acuerdos Artemis firmados actualmente por 21 países son una serie de acuerdos bilaterales a los que países pueden suscribirse junto a los EE. UU. para acordar normas sobre prácticas en la luna y más allá. Al igual que el llamado “orden liberal internacional” que suelen repetir como loros los funcionarios del Departamento de Estado, los Acuerdos Artemis tienen poco fundamento en el derecho espacial internacional vigente. El derecho espacial internacional, especialmente el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre de 1967, establece que el espacio y las superficies planetarias son “patrimonio común de la humanidad” y no pueden ser “objeto de apropiación nacional mediante reclamaciones de soberanía, por medio del uso o la ocupación, ni por ningún otro medio”.
Los Acuerdos Artemis son capaces de eludir estas disposiciones mediante el establecimiento de lo que equivale a zonas de exclusión corporativa en la luna y otros cuerpos planetarios para la extracción de recursos y la generación de ganancias. Este es otro enfoque importante de la privatización. Mientras que las agencias espaciales estatales como la NASA, Roscosmos y la Administración Espacial Nacional de China están obligadas explícitamente por el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre, el derecho espacial vigente sólo se ocupa de manera indirecta de los actores del sector privado. El objetivo explícito de los sucesivos administradores de la NASA es que la exploración y la innovación de la agencia estén al servicio de la creación de nuevos mercados y recursos que puedan ser explotados por el capital privado.
La nueva Guerra Fría
La Enmienda Wolf de 2011 prohíbe cualquier cooperación entre la NASA y la Administración Espacial Nacional de China sin la aprobación explícita tanto del Congreso estadounidense como del FBI. Debido a ello, se ha prohibido a China participar en el programa de la Estación Espacial Internacional, lo que ha impulsado el desarrollo de Tiangong, una estación espacial desarrollada íntegramente por China que desde este año está plenamente operativa y tripulada.
Desde que se intensificaron las sanciones a Rusia tras el estallido de la guerra en Ucrania, la ya precaria colaboración en la Estación Espacial Internacional —de casi 30 años— se ha vuelto aún más incierta, y es seguro que el desmantelamiento de la estación operada conjuntamente se producirá antes del final de esta década. En el actual clima de impulso a la Guerra Fría por parte de Washington, hay muchas razones para que Moscú profundice su colaboración en el espacio con Pekín.
Existen planes y propuestas detalladas precisamente con ese fin: paralelamente al Programa Artemis, China y Rusia se han comprometido a colaborar en una Estación Internacional de Investigación Lunar durante las próximas dos décadas. China ha aumentado enormemente su capacidad nacional para operar en el espacio, como demuestra el éxito de la construcción de Tiangong. Está previsto que más de una docena de países participen en investigaciones conjuntas con tripulaciones internacionales a bordo de Tiangong en los próximos años, entre ellos muchos países africanos.
En septiembre, los tres taikonautas (astronautas chinos) a bordo de la estación se reunieron virtualmente con estudiantes de ocho países africanos, entre ellos Etiopía, Argelia, Túnez, Egipto y Namibia. Como en tantos otros campos, la colaboración entre China y África en el espacio es un soplo de aire fresco para las naciones africanas. Esto se observa especialmente en la creación de una infraestructura de satélites que las naciones africanas podrán utilizar para la predicción meteorológica y la elaboración de modelos agrícolas, de lo que se habló ampliamente en un reciente episodio de The Crane: A China Africa Podcast del colectivo Dongsheng News.
Muchos países de todo el mundo están apostando por la no alineación y han acordado participar en programas espaciales internacionales dirigidos tanto por países orientales como occidentales. La amenaza de una nueva Guerra Fría por parte de EE. UU. es dividir el espacio ultraterrestre en función de la competencia geopolítica, preparando el terreno para un posible conflicto a una escala antes reservada para la ciencia ficción.